A mediados de la década de 1990, un economista llamado William Nordhaus llevó a cabo una serie de experimentos sencillos con la luz.
Un día, utilizó una tecnología prehistórica: encendió una hoguera con leña.
No obstante, lo hizo teniendo una pieza de equipo de alta tecnología a la mano: un fotómetro Minolta.
Quemó nueve kilogramos de madera, mientras llevaba la cuenta del tiempo que ardió y registraba cuidadosamente la tenue y parpadeante luz del fuego con su medidor.

Otro día, trajo una lámpara romana, le puso una mecha, la llenó con aceite de ajonjolí prensado en frío.
Encendió la lámpara y observó el aceite quemarse, una vez más utilizando el medidor de luz para medir su suave y constante resplandor.
Con casi 10 kilos de leña, la hoguera de Nordhaus ardió por apenas 3 horas, mientras que con apenas unas tres cucharadas de aceite, la lámpara romana estuvo prendida durante todo un día, dando una luz más brillante y controlable.
Pero, ¿por qué estaba haciendo estos experimentos?

El objetivo no tenía que ver ni con las fogatas ni con las lámparas.
Lo que Nordhaus quería entender era la importancia económica de la bombilla.
Y, más que eso, pretendía abordar un tema difícil para los economistas: cómo medir la inflación, el cambiante costo de bienes y servicios.
Bill Nordhaus estaba jugando con hogueras, lámparas de aceite y fotómetros porque la historia del costo de la luz ilustra las dificultades que presenta esa medición.
Cuánto vale iluminarnos
Lo que quería Nordhaus era desagregar el costo de la iluminación, algo que los seres humanos hemos valorado profundamente desde tiempos inmemoriales.
Para eso, usó la tecnología de punta de diferentes épocas.

La luz se mide en lúmenes, o lumen/hora.
Una vela emite 13 lúmenes mientras se consume. Una típica bombilla de luz moderna es casi 100 veces más brillante que eso.
Ahora, imagínate tener que recolectar y cortar leña 10 horas al día durante seis días para producir 1.000 lumen-horas de luz.
Eso equivale a tener prendida una bombilla moderna por sólo 54 minutos.
Como estamos hablando de una fogata, con esas 60 horas de trabajo lo que recibirías serían varias horas de luz tenue y parpadeante.
Claro que la hoguera también te da calor, para el cuerpo o para cocinar.
Pero si lo que necesitabas era luz y la única opción fuera la leña ardiente, quizás te esperarías a que saliera el sol.
Prohibitivamente cara
Por suerte, desde hace miles de años, surgieron mejores opciones, como las velas de Egipto y Creta y lámparas de aceite de Babilonia.
Su luz era más estable y más controlable, pero todavía prohibitivamente cara.

En una entrada del diario mayo de 1743, el presidente de la Universidad de Harvard, el reverendo Edward Holyoake, señaló que en su casa se habían pasado dos días haciendo 35 kilos de velas de sebo.
Seis meses más tarde, escribió: «Las velas se acabaron».
Y eso fue durante los meses de verano.
Además, no eran velas de cera de parafina de combustión limpia que utilizamos hoy en día.
Los más ricos podían permitirse cera de abejas, pero la mayoría de la gente -incluso el presidente de Harvard- utilizaba velas de sebo, unos malolientes palos humeantes de grasa animal.
Hacerlas involucraba la inmersión de mechas en manteca fundida repetida hasta el tedio.
Era desagradable y requería mucho tiempo de trabajo.